domingo, 28 de abril de 2013

Los Templos Vivos


El idioma que nunca terminaremos de aprender las personas es el silencio. Es difícil comprenderlo, captarlo, hablarlo…Al final, acabamos dejándolo y nos ocupamos de otras cosas más banales.

Existen pocos sitios que hablan y, encima en silencio. Cerca del hogar hay algunos de ellos. Son los templos de mi barrio. Aquellos que han aguantado guerras, epidemias, incendios, conflictos y demás historias, pero siguen igual: observando el tiempo. Estas iglesias gótico-mudéjares son sencillas, sin ningún ornamento barroco destacable, hechas con la cal y el barro, con los sudores de los conversos del siglo XIV a los inhumanamente trataron los que decían proclamar la Palabra de Dios. Estos espacios, grandes, hermosos, llenos de luz por sus grandes ventanales, hablan en la lengua del silencio.

Los desnudos muros te preguntan, el ladrillo cubierto de cal charla con el frío y la humedad de los siglos mientras que los techos de madera intentan alcanzar los cielos. Las torres esbeltas fueron en su día símbolo del Islam y el almuédano llamaba a la oración desde el cuerpo superior. Luego llegaron las campanas cristianas, que eran volteadas para anunciar la misa o la procesión por el barrio.



Estos templos, alejados de la suntuosidad, estaban rodeados de campos, jardines, cultivos y es que la calle San Luis, la barreduela de San Blas, la calle Arrayán eran zonas de hortelanos, de campesinos, de casas bajas. Aquí no había grandes palacios, no había caserones con inmensos escudos en fachadas, aquí había mucha humildad. Y lo siguen demostrando sus iglesias. Los templos que sobrevivieron a las revueltas del siglo XVII con el Pendón Verde de los musulmanes, a las leyes y cambios de la Ilustración, a las invasiones francesas, a los incendios de la guerra incivil…Pasará el tiempo y ellas, las iglesias de mi barrio, llenas de vida, seguirán observando los siglos, hablando en silencio, con sus muros y pilares altos, escalando hacia las alturas y la eternidad.

Juan Manuel Luna Cruz

lunes, 1 de abril de 2013

La última chicotá


Suena el llamador dentro del templo. Es la última chicotá del palio. Estás dentro, junto a tus hermanos nazarenos. Ha terminado la estación de penitencia. La levantá hace temblar hasta los mismos cimientos del santo lugar. Los costaleros, cansados ya, hacen los movimientos más rápidos para dejar cuanto antes el paso en su lugar definitivo.

En esos segundos, se te viene todo encima. Por tus ojos, pasa una semana que para ti es una vida. Un reloj por el que marcas tus años, tus primaveras. Una semana en la que echas de menos a algunos porque han faltado a su cita o porque ya están junto a Él y Ella. Una semana donde se viven más emociones por minuto que en ningún otro sitio y momento. El escenario es siempre el mismo, pero no siempre es el mismo. El momento parece ser igual, pero no es igual. De año en año, todo cambia. Y por eso, los ojos se cristalizan en esos segundos de la última chicotá de tu palio.

Se te cae todo encima desde que recibiste la bendición del Señor en la mañana más pura donde San Lorenzo se convierte en el Jardín de las Delicias, donde todos volvemos a recrear el tiempo sin tiempo del niño. Después, recuerdas el sonido de las bambalinas de aquel palio que tanto te gustó el día de las Palmas con aquella banda vestida de chaqué. Los nazarenos en sus filas, los globos detrás de un paso, la sonrisa de un infante tras coger un caramelo, el frío corte que deja el Traslado al Sepulcro de Santa Marta, el roce de un varal con los naranjos rebosantes de azahar, la vuelta a oscuras de una hermandad, el amigo que te saluda a escondidas debajo de un antifaz, el monaguillo corriendo, los últimos compases de una marcha, un misterio volviendo una mañana radiante de Sábado Santo en silencio a su barrio, la lluvia, el chaparrón con el cirio en la mano, las nubes grises, el diputado de tramo que llama con la canastilla, la necesidad del Pueblo de ver a su Dios en la calle, la señora mayor escuchando la radio, la visita a los templos cuando la hermandad no ha salido…

Estos son solos unos detalles de lo que se le pasa a uno cuando está viendo a su palio hacer la última chicotá dentro del templo. Los sentimientos no están a flor de piel, sino fuera. Con todo esto, el capataz ordena: “Ahí queó”. Suena el llamador. Se baja el paso. Pero uno sigue soñando hasta el año que viene si Dios quiere.
Juan Manuel Luna Cruz