lunes, 19 de diciembre de 2011

Belleza



Si ustedes han subido alguna vez a la Giralda, a su cuerpo de campanas y han disfrutado de las maravillosas vistas que ofrece, habrán admirado alguna vez, en el lado norte, una pequeña torrecita que se encuentra muy cerca de la Catedral, a la altura de la calle Placentines. No es una torre de una iglesia porque no tiene campanas, más bien parece un mirador desde el que se tiene que observar a la Giganta (como la denominó Cervantes en El Quijote) en primerísima persona, saludándola de tú a tú.
Pues bien, el otro día un servidor iba por la calle Francos y se detuvo ante un zaguán, que encerraba una joya en su interior. Como si hubiera dentro del Centro un oasis de hermosura, un Paraíso para los amantes de la arquitectura historicista y regionalista, un Edén donde todo se olvida y uno se distrae solo con el diseño de ventanas, de cierres de forja, de columnas, de capiteles…se me apareció un patio donde se encontraba la torre antes citada. Fue algo sencillamente espectacular. La entrada, de color albero y suelo marmóreo, ya invitaba a un silencio y una paz que no había en la calle. Cuando atravesé la cancela, pintada de color blanco, se descubrió ante mí un juego de luces, de colores, formas y dibujos que hacía tiempo que no veía y que ya se me estaban olvidando. El albero volvía a predominar en las paredes conjugado con el blanco de los mármoles de las columnas, esculturas y suelos. Una fuente susurraba agua cristalina junto al piar de un par de gorriones que jugaban amores en torno al pequeño chorrillo, únicas señales de sonido en todo el patio. Los cierres y ventanas recordaban a obras de Espiau y Aníbal González, Balbino Marrón y Talavera, obras para los pabellones de la Exposición del 29 y para los pudientes de una ciudad que se estaba adaptando a los tiempos que venían. Una escalera se abría a un lado como si no quisiera estropear la armonía que hay a su alrededor. Sin embargo, esa armonía continuaba con elegantes trazos adaptados de un boceto de un arquitecto a la mano de un obrero que es quién realizó la obra. Un busto en mármol de una mujer observaba la elegancia con la que entraba la luz del Sol en los rincones más insospechados. Un servidor no quería curiosear más y no subió la escalera para no entrar en zonas más reservadas. Cuando la vista era levantada, uno se encontraba con la elegante torre, que miraba de frente hacia el Giraldillo y que parecía presumir de ser la que más cerca se encuentra de nuestro símbolo más universal.
Uno salió extasiado ante tanta belleza que me llevaría cientos y cientos de líneas explicar. Se quedó este servidor con tantas cosas: con la luz desparramada por las paredes, con el color alegre albero que hacía brillar más aún al patio, con el negro de la forja (tradición que se está perdiendo en nuestra ciudad) cubriendo y protegiendo a las ventanas y a los moradores de las casas…que no tiene espacio ni tiempo para poder explicar.
El otro día le explicaba en la entrada: Sevilla, la Ciudad de las Personas, que no podemos estar todo el rato rememorando esa urbe antigua, que muchos románticos echan de menos y que no vamos a poder recuperar, porque es casi imposible. Pero, de vez en cuando, uno se puede deleitar sobre lo que anda escondido tras un portón o una cancela y soñar, soñar que es una de las cosas que nunca sufrirán recortes, ni tendrán impuestos y podrán ser utilizadas con la libertad que se nos ha dado. Por tanto, sueñen sin parar.

Juan Manuel Luna Cruz

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