El idioma que nunca terminaremos de aprender las
personas es el silencio. Es difícil comprenderlo, captarlo, hablarlo…Al final,
acabamos dejándolo y nos ocupamos de otras cosas más banales.
Existen pocos sitios que hablan y, encima en
silencio. Cerca del hogar hay algunos de ellos. Son los templos de mi barrio.
Aquellos que han aguantado guerras, epidemias, incendios, conflictos y demás
historias, pero siguen igual: observando el tiempo. Estas iglesias gótico-mudéjares
son sencillas, sin ningún ornamento barroco destacable, hechas con la cal y el
barro, con los sudores de los conversos del siglo XIV a los inhumanamente
trataron los que decían proclamar la Palabra de Dios. Estos espacios, grandes,
hermosos, llenos de luz por sus grandes ventanales, hablan en la lengua del
silencio.
Los desnudos muros te preguntan, el ladrillo
cubierto de cal charla con el frío y la humedad de los siglos mientras que los
techos de madera intentan alcanzar los cielos. Las torres esbeltas fueron en su
día símbolo del Islam y el almuédano llamaba a la oración desde el cuerpo
superior. Luego llegaron las campanas cristianas, que eran volteadas para
anunciar la misa o la procesión por el barrio.
Estos templos, alejados de la suntuosidad, estaban rodeados
de campos, jardines, cultivos y es que la calle San Luis, la barreduela de San
Blas, la calle Arrayán eran zonas de hortelanos, de campesinos, de casas bajas.
Aquí no había grandes palacios, no había caserones con inmensos escudos en
fachadas, aquí había mucha humildad. Y lo siguen demostrando sus iglesias. Los
templos que sobrevivieron a las revueltas del siglo XVII con el Pendón Verde de
los musulmanes, a las leyes y cambios de la Ilustración, a las invasiones
francesas, a los incendios de la guerra incivil…Pasará el tiempo y ellas, las
iglesias de mi barrio, llenas de vida, seguirán observando los siglos, hablando
en silencio, con sus muros y pilares altos, escalando hacia las alturas y la
eternidad.
Juan Manuel Luna Cruz