Se abre la campiña después de subir la comarca de
Los Alcores y nuestros ojos expanden la vista al infinito entre campos de
cereales. La carretera, moderna y ancha, comienza en la Ciudad del Guadalquivir
y llega hasta la Corte. Se van abriendo ramales que van a Mairena, El Viso o
Alcalá, la de las hogazas de pan. De pronto, aparece ante nuestras retinas,
sobre un montículo, la vieja Carmo de los romanos. Las esbeltas torres son
atalayas desde donde se puede divisar el trigo, la cebada, y otros alimentos
que todavía protege la diosa Ceres. Conforme nos vamos acercando, vamos
apreciando cada vez más la belleza y los detalles de cada una de las vigías de
esta urbe: la pequeña Giraldilla de San Pedro, la colosal Santa María, la
sencillez de San Blas, la diferente de San Bartolomé, entre otras.
Carmona es el paraíso de Sevilla, el cielo perdido
de Romero Murube, el alma escondida de Cernuda. Toda la belleza que estaba al
descubierto en la capital, se escondió hace tiempo en este rincón de la vega y
se muestra orgullosa a los hijos que la cuidan. Servilia descansa tranquila en
la necrópolis mientras que las Mayas y las Cruces de Mayo pasean por la Plaza
de San Fernando (antigua de arriba). Las callejuelas, estrechas y sinuosas, te
llevan al oasis de dos naranjos y un banco, donde se alcanza el deseo del
místico y la plenitud del alma. Los arcos unen casas moriscas y cristianas, que
siguen teniendo su esencia llena de frescura con olor a cal y alhucema. La cera
que cae de los cirios de los nazarenos en Semana Santa sigue tallando el suelo
de frías piedras para que luego lleguen las lluvias de la primavera y lo pulan
para llenarlo de flores y que Dios pueda pasearse en forma de pan y vino. Su
Feria y su carnaval son una recreación de nuestras fiestas a principios de
siglo donde no había seguratas en las puertas de las casetas y nos reíamos de
nosotros mismos sin una guasa tan retorcida como la que tenemos ahora mismo.
Todo esto lo digo porque ayer fui a esta sutil
ciudad que te va seduciendo poco a poco, como muchas otras, y descubrí bajo un
cielo azul con nubes esponjosas, el cariño que se le tiene a María a través de
las Mayas, unos sencillos altares llenos de cariño, sobre sillas de enea,
sabanas blancas y limpias, flores silvestres y estampitas de la Virgen que
recogen los niños y niñas de los cajones de los muebles antiguos de la abuela.
Ante tanta ternura, todo arropado por la familia y unos vecinos que atesoran
sus tradiciones y costumbres como oro en paño, este romántico se rindió y
prometió escribir algo sobre la que dicen que es Lucero de Europa por la frase
atribuida a San Fernando: "SICVT LVCIFER LVCET IN AURORA, ITA IN VANDALIA
CARMONA" ("Como el lucero
luce en la aurora, así en Vandalia (Andalucía) Carmona").
Sevilla debería aprender de Carmona. Y lo digo
abiertamente. No tenemos cara de ciudad cosmopolita. No podemos ser Madrid o
Barcelona. El carácter del sevillano callejero lo refleja: “Te dejo entrar en
mi casa, pero hasta donde yo quiera” y lo muestra en las cancelas de sus casas.
“En mi patio muestro lo que yo quiero mostrar”. Por eso mismo, no nos
engañemos; guardemos celosamente nuestras tradiciones, no derivemos en frikismo
y fiestas que no nos pegan. No nos cubramos con máscaras que nos quedan
grandes. No pretendo ser radical, ni quiero eliminar lo que hay establecido;
sin embargo, quiero que guardemos la distancia entre la modernidad y la
tradición, como la que guarda el torero con el toro.
Juan Manuel Luna Cruz
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